Por Matías Galgano
El pasado 4 de octubre, durante seis horas, el mundo quedó virtualmente desconectado. Facebook, Instagram y WhatsApp dejaron de funcionar. Esta virtual falta de conexión merece una reflexión más detenida.
Si hay una cuestión que es estructural del momento que vivimos es el nivel de interconexión en materia comunicacional. Sin embargo, poco se estudian las consecuencias reales en términos culturales que de la comunicación global emanan. Las realidades comunicacionales marcan, sin lugar a duda, los ejes de la cultura nacional así como también los del desarrollo en sentido amplio.
A fin de cuenta, vivimos en una sociedad comunicacional e informacional, en los términos en que lo ha definido Manuel Castell desde fines del siglo pasado. Esto quiere decir que el cambio tecnológico ha transformado nuestras sociedades a tal punto que en solo 20 años la cultura se modificó de modo estructural.
Uno de los cambios más significativos, aunque en parte incipiente, es que el valor (en cuanto a desarrollo) no lo marca fundamentalmente el mercado real, sino el virtual. Hoy, el insumo principal es el conocimiento, y no para producir bienes, sino para generar más conocimiento y aplicarlo a la tecnología. Es decir, lo que caracteriza a nuestra época es la transformación del uso del conocimiento para potenciar círculos sinérgicos que dinamicen el mercado virtual y la tecnología.
Ahí es donde se incorporan las empresas tecnológicas como las principales dinamizadoras del desarrollo económico a escala global. Este sector crece en la actualidad a una escala extremadamente superior respecto de cualquier otro rubro de la economía formal. En el marco de la pandemia, cuando los PBI de los países del mundo caían entre el 10% y el 15%, estas empresas no pararon de crecer. Inclusive, han potenciado su inserción en el mercado.
De tal modo que hay un desacople entre la realidad de las naciones y el desarrollo de estas empresas, lo que nos enfrenta a desafíos específicos. Identifico al menos tres: en primera instancia, la necesidad de la regulación de la renta extraordinaria que estas compañías generan en relación con la captación de los excedentes de otros sectores de la economía. En segunda instancia, la necesidad de repensar el rol, hoy ninguneado, que están cumpliendo los Estados y los gobiernos frente al avance de las empresas tecnológicas. Los Estados nacionales no pueden dar respuesta a una realidad que es global y donde los flujos de capital se potencian, en muchos casos, por fuera de lo que sucede en las realidades nacionales. Y, finalmente, está la particularidad cultural y comunicacional que este sector económico estructura como ideal o deseada. La cultura de lo instantáneo está, a mi modo de ver, contribuyendo a una sociedad aún más individual y segmentada. Hoy el consumo cultural (en gran medida intermediado por las empresas tecnológicas) está claramente fomentando la fractura social y cultural de las sociedades nacionales.
Entonces, la caída de Facebook del pasado 4 de octubre fue, sin dudas, un síntoma de los “grilletes” que las tecnológicas están imponiendo, desde la comunicación, a las culturas nacionales. Si dependemos de una empresa multinacional para saber si nuestra madre llegó a la casa o si nuestra pareja hizo las compras en el supermercado, no solo es un problema de dependencia individual sino uno como sociedad, en tanto que nuestra cultura se corporativiza y pierde fuerza la densidad nacional.
Este artículo fue publicado por primera vez en Contraeditorial