Por Santiago Goyer y Paula López Massimino
¿Crónica de un “acuerdo”?
Hacia finales de marzo, Elon Musk subía una sugestiva encuesta consultando a sus seguidores si Twitter cumplía con el principio de que la libertad de expresión es fundamental para que la democracia funcione. Y agregaba: “Las consecuencias de esta encuesta serán importantes. Por favor, vote con cuidado”. Al día siguiente, luego de que su encuesta superase las dos millones de respuestas –de las cuales, el 70 % respondió “no”–, volvió a deslizar: “Dado que Twitter funciona como la plaza pública de facto, no adherirse a los principios de la libertad de expresión socava fundamentalmente la democracia. ¿Qué debe hacerse?”.
Musk entiende y conoce en primera persona las exigencias de la Comisión de Bolsa y Valores de los Estados Unidos (SEC, por su sigla en inglés), aunque ha decidido ignorarlas más de una vez. Lo cierto es que hacia el 14 de marzo había superado el 5 % de las acciones de Twitter, razón por la cual debía, en un plazo no mayor a diez días, hacer publica dicha información. Algo que no sucedió. En su lugar, decidió hacer pública la encuesta que mencionamos al principio de la nota. Diez días después, el 4 de abril, la SEC dio a conocer que Musk había adquirido el 9,2 % del paquete accionario de la empresa.
Un día más tarde, la compañía anunció que el magnate se incorporaría al consejo de administración, aunque al poco tiempo él mismo rechazó la propuesta. Durante los días siguientes, realizó algunas publicaciones en donde criticaba la poca participación en Twitter de las principales figuras públicas y con más seguidores de dicha red social, desde Obama a Cristiano Ronaldo. A su vez, difundía una encuesta en donde se podía “apreciar” el grado de confianza que votantes republicanos y demócratas depositaban en los medios tradicionales –en cualquier plataforma, sea televisiva, impresa o digital–, bajo el título de “la verdad es la primera víctima”.
Así llegamos, finalmente, al 14 de abril, día en el que Musk hizo pública su oferta de compra del total de las acciones de Twitter a un valor de U$S 54,20 cada una. Un artículo del Financial Times detalló las últimas reuniones y condiciones que tuvieron que producirse para que Musk acordara, en menos de dos semanas, la compra de su red social favorita.
Identikit
Durante los últimos años, Elon Musk ha ido construyendo(se) un perfil. Primero, a partir de la grandilocuencia desplegada con su mayor éxito –hasta ahora–, la empresa fabricante de autos eléctricos Tesla. Aunque no nació de un repollo y pertenece al selecto grupo de graduados de Stanford, semillero de Silicon Valley, amasó su primera fortuna tras la venta de otras firmas constituidas en el pasado. Probablemente, la más conocida sea PayPal, cofundada junto a Peter Thiel, primer accionista externo de Facebook hacia el año 2004 y asiduo “defensor” de la libertad. Space X también fue fundamental en la construcción de su perfil. Una empresa aeroespacial privada. Como ha dicho más de una vez, su objetivo: la colonización de Marte.
Pero la cúspide quizás haya sido cuando la revista Forbes lo convirtió en la persona más rica del mundo, con una fortuna superior a los 200 mil millones de dólares, varias decenas de miles de millones más que Jeff Bezos, quien mira con recelo la adquisición de Twitter por parte de Musk.
Defensor de las crypto, ha hecho empujar su cotización más de una vez a través de Twitter –el día que anuncio que Tesla aceptaría bitcoins para sus transacciones, dicha crypto alcanzó un precio máximo de 48 mil dólares; a la inversa sucedió cuando, por razones de sustentabilidad energética, dejaba de aceptarlas–, haciendo probablemente varios millones de dólares en pocas horas. Algo similar sucedió cuando, por la misma vía, anunció que compraría la totalidad de las acciones de Tesla, eyectando la cotización y acumulando cerca de 4 mil millones de dólares en tan solo un día.
Como último comentario, podríamos agregar que el uso de la ironía, la “incorrección” política y el empleo provocador de los memes han terminado de cincelar su imagen como figura pública.
Aunque existan denuncias hace años en varias de sus empresas en relación a la violencia laboral, acoso sexual, discriminación por razones de género, etcétera, Musk se mueve con habilidad y entiende a la opinión pública, la que a su vez parece reconocerlo como un excéntrico filántropo salido de una novela de ciencia ficción con vocación extraplanetaria.
Por todas estas razones, resulta poco verosímil que la compra de Twitter se haya cristalizado por su “lucha” por la libertad de expresión.
La espada de Damocles
La lucha por la libertad de expresión recorre la historia de la humanidad. Desde la antigua Grecia a las catacumbas donde los cristianos eran perseguidos; desde el ascenso del poder clerical durante el imperio Romano hasta el Estado secular; desde la constitución de los Estados Modernos hasta la actualidad. Durante más de dos mil años, el ser humano ha luchado –y han habido grandes avances y también grandes retrocesos– por el derecho a la información y la comunicación, así como por la libertad de expresión.
No es el propósito de este trabajo historizar sobre este tema. Sin embargo, y como hemos comentado en artículos anteriores, existe una amenaza latente, aunque también real y concreta en materia de precarización o conculcación de estos derechos. Ya no nos encontramos con un Estado omnipresente con la capacidad de censurar, perseguir, someter o impedir el acceso a la información y al derecho humano básico a la comunicación y la libertad de expresión. Las plataformas como Facebook, WhatsApp, Instagram y, particularmente, Twitter, entre otras, han sobrepasado las capacidades estatales.
Nos encontramos en un momento donde los dueños de las grandes plataformas buscan convertirse en fiscales de la libertad de expresión, según su propia definición, “en favor de la democracia”. Pero basta con ver sus hechos y declaraciones para darse cuenta de que tal vez estemos más cerca de un gobierno oligárquico, al decir de Aristóteles, que no tiene en cuenta el bien común sino sus propios intereses. El riesgo es real, ya que, como hemos alertado, estamos ante un grupo reducido de superricos que concentran una gran cantidad de poder –en sus diversas formas–, aspirando a privatizar la idea de la libertad, al pretender convertirse en sus más acérrimos guardianes.
Hace años ya que tanto la Unión Europea como los Estados Unidos van dando señales claras de avanzar en la regulación de las grandes plataformas, ya sea desde la discusión de las Leyes de Servicios Digitales y Mercados Digitales en Europa, como con la reforma a la sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996 en los EEUU.
Pero volviendo a Musk, al sostener que Twitter es una gran plaza pública, no podemos dejar de advertir que inclusive en las ágoras griegas existía un límite a la libertad de expresión. No se podía ir contra los dioses y el Estado, y no se podía realizar una crítica política injuriosa, ni tampoco estaba habilitada la difamación de la vida privada. En la actualidad, los medios de comunicación tradicionales también deben ajustarse a los límites impuestos por la legislación en relación al ejercicio de la libertad de prensa.
Lo que no podemos ignorar es la inmensa capacidad de movilización que poseen estas plataformas, además del efecto que sus propios algoritmos producen al silenciar ciertas voces, amplificar otras, desinformar, etcétera. Ejemplos hay de sobra, Twitter incluido. El mismo Jack Dorsey lo afirmó ante el Congreso estadounidense en 2018, al decir que “los algoritmos habían estado ‘filtrando injustamente’ 600.000 cuentas, incluidos algunos miembros del Congreso”.
El devenir de estos debates políticos y legislativos es una incógnita, y los resultados de la posible aplicación de una legislación acorde a estos tiempos es verdadero enigma. Lo cierto es que existen casos sobrados para que la política ponga toda su inteligencia y capacidad para poder regular o atenuar los efectos perniciosos que estas plataformas producen a la democracia y a la sociedad por igual. Parece asomar un nuevo paradigma, cuya noción principal es el supremacismo oligárquico global tecnológico, un nuevo sentido del capitalismo. O, al decir de Weber, un nuevo espíritu del capitalismo.
Este artículo fue publicado por primera vez en Contraeditorial